Apenas asumió su segundo mandato, en enero de este año, Donald Trump dejó bien en claro que no le temblaría el pulso al momento de tomar decisiones en pos de que, según sus propias palabras, Estados Unidos “vuelva a ser respetado en todo el mundo”.
Solo unas horas después del discurso inaugural comenzó el avance en materia de política y comercio exterior, aplicando un 25% de aranceles a las importaciones procedentes de México y Canadá, a modo de reprimenda para estos países por no hacer los suficientes esfuerzos en frenar el flujo de migrantes y drogas hacia Estados Unidos. Al mismo tiempo, comenzaba a gestarse la guerra comercial con China, cuando el presidente estadounidense ordenó, vía orden ejecutiva, la aplicación de aranceles del 10% (que luego se duplicaron al 20%) a los productos de origen chino a partir del 4 de marzo.
Tan pronto como los primeros ataques fueron comandados por el gobierno estadounidense en concordancia con Howard Lutnick -secretario de comercio de Trump-, las represalias chinas se hicieron sentir. El 10 de marzo, el gobierno de China impuso aranceles del 15% a productos agrícolas estadounidenses como el pollo y el maíz, y del 10% a productos como la soja y la fruta.
En medio de la situación sino-estadounidense, el gobierno de Washington insistió en aumentar los gravámenes un 25% al acero y el aluminio extranjero, reflotando una vieja contienda de su primer mandato. Una serie de movimientos, de golpes y contragolpes entre Estados Unidos y la Unión Europa signaron la agenda durante este tiempo, porque mientras la UE anunciaba millones de dólares en aranceles como represalia al movimiento estadounidense, el gobierno de Trump anunciaba la posible aplicación de impuestos del 200% a todos los vinos, champagnes y bebidas alcohólicas procedentes de países miembros de la comunidad supranacional.
Las idas y vueltas entre Estados Unidos y sus principales socios comerciales, como México, Canadá o la UE se encontraban supeditadas al anuncio que Trump haría el miércoles 2 de abril, por lo que ninguna de estas medidas podrían ser ratificadas hasta no conocer el dictamen impartido por Estados Unidos.
Para el caso argentino, la buena relación entre Trump y Javier Milei parecía dar cierta ventaja con respecto las medidas arancelarias, pero esto no fue así. El 2 de abril, Trump anunció un arancel del 10% a todas las importaciones a Estados Unidos que entraría en vigencia a partir del 5 de abril y sin distinción de países o productos, por lo tanto aplicable también para Argentina.
La excepción al caso fue el arancel del 34% aplicado a China, que fue replicado por el país asiático rápidamente, en conjunto con sanciones para múltiples empresas estratégicas estadounidenses. Siguiendo el récord de las tarifas chinas estaban Taiwán con un 34%, Corea del Sur con un 25%, Japón con un 24% y la Unión Europea con un 20%.
Este miércoles 9 de abril, Trump retrocede en su decisión poco después que se activaran los aranceles recíprocos, dando lugar a una pausa de 90 días a todas las medidas arancelarias excepto las de China, que sufre un aumento del 125 en gravámenes que, sumados al 20% decretado en enero, sufren un aumento total del 145%, a la vez que China mantiene sus cargas impositivas hacia Estados Unidos en un 84%.
En la antesala de lo que promete ser una guerra comercial de larga duración, Argentina se debate por dos modelos de financiamiento: la reestructuración de la deuda con el FMI, el órgano estadounidense que financia la deuda externa argentina, o la renovación del SWAP con China.
Ambos planes presentan una prórroga de vencimiento para el BCRA, pero con desembolsos disímiles. El acuerdo con el FMI plantea de entrada un desembolso de USD 20.000 millones, en sintonía con un cambio estructural de la política cambiaria argentina que espera a la reunión que Scott Bessent, secretario del Tesoro de los Estados Unidos, tendrá con Javier Milei hoy, lunes 14 de abril.
En simultáneo, el jueves 10 de abril se confirmó la renovación del SWAP con el Banco Central de la República Popular de China por US$5.000 millones en un plazo de 12 meses. En un momento clave de la guerra comercial y habiendo sido el gobierno asiático quien instaba a Estados Unidos a cooperar con la proyección económica de la Argentina, la renovación viene a sentar una posición de cordialidad bilateral entre ambos países.
La peculiaridad del caso viene aparejada al supuesto pedido que el gobierno norteamericano le realizó a su par argentino, condicionando el nuevo préstamo a la anulación del SWAP con China.
En medio de la guerra arancelaria, el gobierno de Javier Milei, en conjunto con Luis Caputo -Ministro de Economía- y Federico Sturzenegger -Ministro de Desregulación y Transformación del Estado-, debe asegurarse la confianza del gobierno estadounidense en una puja por garantizar la conservación de las reservas argentinas, sea por el medio americano o por el asiático. Un nuevo capítulo de la guerra comercial sitúa a nuestro país como marioneta de un duelo que se libra en un plano superior.
De momento, el intento de Trump de un acuerdo beneficioso con China parece haber fracasado, puesto que la postura de Xi Jinping ha sido la de no moverse de su postura de reciprocidad arancelaria, coqueteando con la UE en su animosidad con Estados Unidos.
Tironeados por nuestros historiales crediticios, pero alineados a la gestión estadounidense, la irreflexiva postura de Trump amenazaba –o amenaza- con llevarse puesto cualquier atisbo de colaboración comercial o reestructuración del empréstito sino-argentino. Por el momento, todo parece indicar que ambos acuerdos están sellados y empaquetados para Argentina, con Donald Trump tratando de evitar la conexión productiva y financiera con Asia y Xi Jinping estimulando el movimiento de reservas en nuestra dirección.
Que el conocimiento no se extinga.