El 8 de mayo de 2025, la Iglesia Católica eligió a un nuevo papa. El humo blanco, el anuncio en latín, la salida al balcón: todo siguió el protocolo previsto. Pero el perfil del elegido introdujo un movimiento sutil dentro de una institución donde cada gesto tiene peso político. El cardenal Robert Francis Prevost, estadounidense de madre peruana, un desconocido en la mayoría de quinielas, fue elegido pontífice con el nombre de León XIV.
No fue un acontecimiento disruptivo, pero sí significativo. Prevost no es un outsider: estudió en Roma, fue nombrado obispo por Juan Pablo II, ascendió en la curia bajo Francisco. Sin embargo, su recorrido pastoral se concentra en Perú, donde vivió y trabajó durante casi veinte años. Su elección no responde tanto a una novedad doctrinal como a una necesidad estructural de adaptación. La Iglesia, sin renunciar a sus mecanismos centralizados, busca conservar legitimidad en contextos donde su influencia se sostiene más por la proximidad que por la autoridad.
La elección no sorprendió solo por su resultado, sino por lo que insinúa: el inicio de una nueva forma de centralidad, más contenida, menos proclamada. No se trata de desplazar a Roma, sino de hacerla porosa.
Ese mismo 8 de mayo de 2025, cuando el humo blanco ascendió por encima de la Plaza de San Pedro y los altavoces resonaron con el anuncio de Habemus Papam, pocos repararon en la fecha. Menos aún en su carga simbólica. El calendario, si se lo mira de cerca, nunca es neutral.
Esta fecha ha sido escenario recurrente de definiciones católicas en contextos de frontera, permitiendo trazar una efeméride que nos permite contar un relato que explique lo que sucede.
Un 8 de mayo, en 589, el rey visigodo Recaredo convocó el III Concilio de Toledo para anunciar la conversión oficial del reino al catolicismo niceno, en oposición al arrianismo dominante entre las élites godas. Aquel concilio no fue solo un acto de fe: se estableció la alianza formal entre Iglesia y administración, eliminando herejías, regulando matrimonios y subordinando la diversidad religiosa al orden estatal. Ese episodio funda, en gran medida, el principio confesional del mundo hispánico. Marca el inicio de una tradición en la que la fe no se proclama solo desde los altares, sino desde las cortes: como legitimación, como lengua de poder.
Un 8 de mayo, en 1930, el papa Pío XI ratificó la coronación de la Virgen de Luján, patrona de la Argentina. El decreto papal que estableció su coronación se firmó en 1886, pero fue ese 8 de mayo cuando se consolidó su instalación simbólica. Se buscó en aquella imagen una forma de consolidar una iglesia nacional en los márgenes del catolicismo centralizado en Europa. Se trató de un esfuerzo por reforzar el arraigo mariano en las jóvenes naciones americanas.
En ambos casos, la Iglesia respondió a momentos de transformación sociopolítica afirmando símbolos de pertenencia religiosa que operaran como garantes de unidad en tiempos de fisura: la monarquía visigoda por un lado; las repúblicas periféricas del catolicismo moderno, por otro. No se trata de trazar paralelismos fáciles. Pero sí de notar algo: cuando la Iglesia se ve obligada a redefinir sus márgenes, suele recurrir a formas muy concretas de centralidad.
Lo que se presenta como apertura muchas veces es contención. Lo que parece gesto pastoral puede ser también cálculo de estructura. Cuando la Iglesia no siempre negocia con lo nuevo; más bien lo traduce. La contención aparece como forma predominante de apertura, donde la incorporación del otro se realiza bajo condiciones previamente codificadas.
El Concilio de Toledo, la coronación de Luján, incluso los procesos de canonización de santos latinoamericanos en el siglo XX, funcionan bajo esa lógica: expandir sin descentralizar, diversificar sin disolver. Cada movimiento se trató de una respuesta a una pregunta que sigue vigente: ¿cómo integrar a los pueblos sin diluir la centralidad?
León XIV puede leerse en esa misma clave, carga con esa pregunta. No está claro si viene a resolver cómo integrar sin diluir o simplemente a sostener dicho problema en tensión.
La elección de León XIV ocurre en un momento en que las antiguas formas de autoridad han perdido su eficacia simbólica. No solo en Europa: también en América Latina, donde la Iglesia ya no puede hablar en nombre de los pobres sin explicar antes su rol histórico entre ellos. Su legitimidad, la que sigue existiendo, no se presume: se disputa, se construye, se pierde.
Su estilo austero, su prudencia comunicativa, su paso por diócesis periféricas no indican, por sí solos, un viraje. Pero sí insinúan que el centro se ve obligado a hablar en otra lengua, y no de forma excepcional como se pudo interpretar el caso de su antecesor, sino de manera permanente. A diferencia de Francisco, cuya elección fue leída como una anomalía, la de León XIV introduce la extranjería de manera estable. Su elección normaliza una Iglesia en plural. Representa la continuidad de una transición ya en marcha, no un giro de timón.
La figura del nuevo papa ocurre dentro de dicho patrón histórico. En un escenario global marcado por el declive europeo del catolicismo, el crecimiento desigual en el sur global y una pérdida general de cohesión interna, el nuevo papa aparece como una vía de solución intermedia: no proviene del sur profundo, pero ha trabajado en él; no representa la tradición europea, pero ha sido formado en sus instituciones.
Su biografía condensa una línea que recorre el siglo XX y XXI: la reconversión del catolicismo desde una religión imperial hacia una red de iglesias locales conectadas por lealtades más culturales que teológicas. En ese marco, el 8 de mayo funciona como escena de síntesis. No porque lo determine todo, sino porque condensa decisiones históricas donde la Iglesia redefinió sus márgenes para sostener el centro.
No se trata de una ruptura. León XIV no simboliza un giro doctrinal. Pero sí marca un desplazamiento en la representación institucional del catolicismo: de los centros teológicos tradicionales hacia figuras con biografías que cruzan hemisferios, lenguas y escalas. Su elección parece orientada no a resolver tensiones, sino a administrarlas. Y en la historia de la Iglesia, esa es una forma reconocible de poder.
Un 8 de mayo, en 1527, los conquistadores españoles divisaban por primera vez el río Paraná. En ese acto fundacional, que luego se contaría como episodio glorioso, había también una pregunta sin resolver: ¿cómo narrar lo ajeno sin transformarlo en extensión de lo propio?
Tal vez la elección de este papa no sea aún una respuesta. Pero sí una señal: que el catolicismo, si quiere continuar narrándose a sí mismo como universal, necesita revisar desde dónde lo hace y con qué lengua.
El papa León XIV hace su primera aparición desde el balcón central de la Basílica de San Pedro en el Vaticano, el 8 de mayo.
- Tiziana Fabi/AFP
En el Vaticano, las estatuas no hablan, pero enseñan. Caminando por el claustro, un pontífice recién elegido no necesita hacer demasiadas preguntas: basta con mirar alrededor. Cada mármol cincelado guarda una respuesta del pasado, y cada inscripción recuerda una lengua. Por eso, quizás no fue casual que, en su primera aparición pública, León XIV haya elegido hablar en español. No solo por herencia materna o por formación pastoral, sino porque el español, dentro de la Iglesia, no es un idioma más: es una tradición larga, sólida y, en algunos aspectos, aún no saldada.
No hay forma de pensar el catolicismo moderno sin pasar por España. No solo como territorio, sino como matriz de expansión. La lengua de la evangelización en América, la de los concilios imperiales, la de los exorcismos públicos y los edictos inquisitoriales, fue el español. Con él se predicó, pero también se condenó; se canonizó y se excomulgó. Se fundaron escuelas de misioneros, se organizaron archivos coloniales, se imprimieron bulas y se tradujeron dogmas.
El 8 de mayo de 1701, las Cortes españolas reconocían como rey a Felipe V de Borbón. En términos estrictamente dinásticos, no era una escena eclesiástica. Pero sí lo era en lo simbólico: el absolutismo naciente necesitaba el soporte de una iglesia que ya no actuaba solo en el púlpito, sino en la política, en la educación, en la lengua. Lo que hablaban los súbditos no era solo un idioma: era una pedagogía del orden. Un modo de enunciar la obediencia.
Cuando el papa actual recurre al español, lo hace sabiendo que no es un gesto neutro. Habla una lengua que fue evangelizadora y conquistadora, íntima y violenta, sacramental y administrativa. Una lengua que fue llevada por las carabelas y bendecida por los concilios. Y que hoy es hablada por casi la mitad de los católicos del mundo, pero en contextos muy distintos: la España secularizada, América Latina en disputa, los migrantes que enuncian la fe entre fronteras.
La elección del español no es entonces un retorno al origen, sino una torsión del linaje. No se trata de devolverle a España su lugar —ese lugar ha cambiado de forma—, sino de aceptar que el catolicismo, en su versión contemporánea, no puede seguir hablándose solo en los tonos del centro. Si se sostiene en algo, es en los márgenes que crecieron con sus estructuras, muchas veces a pesar de ellas.
El III Concilio de Toledo, un 8 de mayo ocurrido en 589, fue uno de los momentos en que la Iglesia y el poder visigodo se fundieron en una sola operación cultural. Recaredo no solo se convirtió: convirtió a su pueblo, y con ello estableció una forma de pertenencia que perdura aún en la idea moderna de nación católica. Fue un catolicismo sin opción, sin desvío. El idioma del rey se volvió el idioma de la salvación.
Hoy, León XIV no impone el español: lo elige. Pero ese acto sencillo —una frase, una bendición, una misa— tiene el peso de siglos. Porque cuando la Iglesia habla en español, también debe hacerse cargo de lo que ha dicho en su nombre: desde los decretos de la Inquisición hasta las cartas de Bartolomé de las Casas; desde las prédicas de los franciscanos hasta los sermones que justificaron el dominio.
El español no es solo la lengua que León XIV comparte con los fieles de Lima o de Ciudad de México. Es la lengua que los unió a Roma, con una cuerda que fue a la vez puente y cadena. Tal vez por eso, hablarla hoy desde el trono petrino no es repetir el gesto imperial, sino invertirlo. No es restaurar una tradición, sino interrogarla desde dentro.
La pregunta sigue en pie: ¿desde dónde habla la Iglesia? Tal vez León XIV, sin haberlo dicho explícitamente, haya respondido con su elección de palabras. No basta con cambiar el acento; hay que saber qué memoria lleva cada sílaba.
Y en esa memoria —de oro, incienso y sangre— se juega buena parte del porvenir.
El papa León XIV, Obispo de Roma, celebra una misa al tomar posesión de la Basílica de San Juan de Letrán, el 25 de mayo de 2025 en Roma.
- Tiziana Fabi, AFP.
León XIV no parece apresurado. Su tono es pausado, su gesto medido. A diferencia de otros líderes que llegan con urgencia de ruptura o deseo de legado, él parece saber que, en la Iglesia, el tiempo no se empuja: se espera. Pero también sabe algo más: que los equilibrios que lo llevaron al solio pontificio son frágiles, y que el catolicismo global ya no puede sostenerse sin reconocer que vive dividido en hemisferios.
Hay una Iglesia del norte: institucional, envejecida, culturalmente desplazada, que gestiona diócesis vacías, seminarios semidesiertos y una agenda marcada por la secularización. Allí, la pregunta es cómo sostener una voz que ya no se escucha con autoridad, y cómo administrar estructuras que crecieron en otros siglos.
Y hay una Iglesia del sur: numerosa, joven, socialmente activa, atravesada por las tensiones de la pobreza, el crimen, la migración y la fragmentación política. Aquí, la fe se mezcla con la vida diaria, no porque sea más pura, sino porque todavía tiene algo que ofrecer frente al vacío institucional de los Estados. No siempre es una Iglesia progresista —a veces es profundamente conservadora—, pero sí es una Iglesia en disputa: viva, contradictoria, inestable.
Recordando el 8 de mayo cuando los españoles avistaron por primera vez el río Paraná. Ese día comienza simbólicamente una forma de expansión: la de un catolicismo que no llegó como opción, sino como legado. La lógica del centro era entonces clara: se exportaba fe, se importaba obediencia. Pero el sur de hoy no responde con sumisión. Responde con agencias locales, con tensiones pastorales, con reinterpretaciones. A veces, con resistencia abierta, o peor, con apatía.
Lo que hoy está en juego no es solo un ajuste cultural, sino una pregunta de poder: ¿dónde reside la autoridad real de la Iglesia? ¿En las oficinas romanas que definen la doctrina, o en las parroquias periféricas que sobreviven en contextos extremos? ¿En las universidades católicas de Europa, o en los movimientos sociales cristianos presentes en América Latina y potenciales en África y Asia?
La elección de un papa como León XIV parece ser una respuesta silenciosa a esa tensión. No es a toda regla un latinoamericano como Francisco, pero tampoco un europeo clásico. No viene del corazón del Vaticano, pero tampoco del margen más visible. Está en una línea intermedia, como si el Colegio Cardenalicio hubiera buscado una figura de equilibrio más que de transformación. Un símbolo de transición modesta.
Pero el riesgo de los equilibrios es que postergan definiciones. La fractura entre el norte y el sur católico no es solo demográfica o litúrgica: es una divergencia sobre el sentido mismo de la fe. Mientras en Europa se debate el acceso de las mujeres al diaconado o la bendición de parejas del mismo sexo, en muchas diócesis africanas y latinoamericanas esos temas ni siquiera están en agenda. Mientras Roma discute cómo dialogar con la ciencia o responder al abuso clerical, en las parroquias del altiplano se reza contra la sequía o contra los narcos. Son Iglesias que hablan el mismo credo, pero no comparten las urgencias.
El español, como exploramos antes, opera como lengua común. Pero no unifica las experiencias. Lo que se juega en México, en Milán o en Mozambique es distinto. Y lo que se espera del Papa también. Por eso, el principal desafío de León XIV no será doctrinal, ni diplomático, ni mediático. Será topológico: cómo habitar todos los espacios sin reducirlos a uno. Cómo ser centro sin negar la autonomía de los bordes.
El Vaticano, como institución, puede resistirse al cambio durante décadas. Pero la Iglesia como cuerpo social ya está mutando. León XIV hereda una red de tensiones que no necesita provocar. Ya están ahí. Su rol, si algo define su perfil, es no administrarlas como crisis, sino como síntoma.
Y quizás por eso fue elegido un 8 de mayo: una fecha que ha sido, muchas veces, frontera. Entre conquista y evangelización. Entre reforma y herejía. Entre nación e imperio. Entre gloria y derrota. El nuevo papa llega en ese punto exacto. No para diluir las tensiones, sino para habitar el diálogo.
Escribir sobre el Vaticano exige precaución: nada se mueve con rapidez, pero todo cambia. León XIV no es una revolución. Es, quizás, una manera distinta de administrar las continuidades. Esta serie no intenta interpretar su pontificado antes de que ocurra, sino leer las condiciones que lo hicieron posible, y los silencios que quizás, en su voz, empiezan a nombrarse.
Que el conocimiento no se extinga.