Desde sus orígenes en el mundo árabe, el café estuvo asociado a mucho más que el simple acto de beber. En Medio Oriente, los cafés han sido históricamente espacios de encuentro, intercambio y resistencia. Lejos de limitarse a servir una bebida estimulante, se convirtieron en foros donde circulaban noticias, se gestaban debates intelectuales y se organizaban movimientos políticos. En un contexto donde la censura, el control estatal y la vigilancia religiosa muchas veces restringen la libertad, estas casas fueron y siguen siendo refugios donde la palabra adquiere un gran valor. La hipótesis es clara: las cafeterías constituyen, ayer y hoy, espacios de resistencia política y cultural.
Los cafés no son fenómenos marginales ni residuales. La industria del café en Medio Oriente genera más de 7.000 millones de dólares al año, con un consumo per cápita promedio de 3,5 kilos. En los Emiratos Árabes Unidos, el 74% de los ingresos del mercado del café provienen del consumo fuera de casa, es decir, de cafeterías y restaurantes, eso equivale a más de 930 millones de dólares. Sin embargo, en Arabia Saudita, el consumo per cápita alcanzó los 6,29 kilos en 2020, uno de los más altos de la región. Estas cifras comparativas, demuestran que los cafés forman parte central de la vida económica y social, y que cualquier análisis cultural debe reconocer su peso material como motor de encuentro y circulación.
La historia de varios países árabes muestra que los cafés fueron causa y efecto de movimientos políticos. El célebre Café Riche de El Cairo, inaugurado en 1908, fue centro de reunión de intelectuales y activistas durante la Revolución de 1919 contra la ocupación británica. Allí se diseñaban e imprimían panfletos como estrategia de protesta. Lo mismo ocurrió en Bagdad, donde la calle Al-Rashid concentraba varios almacenes frecuentados por poetas y pensadores que más tarde influirían en corrientes nacionalistas. La secuencia es clara: la existencia de los espacios abiertos al debate derivó en la emergencia de comunidades intelectuales y políticas resistentes.
Hoy los cafés ilustran la vigencia de ese rol de resistencia, incluso fuera de Medio Oriente. En Estados Unidos, por ejemplo, los cafés yemeníes como Qahwa House o Qamaria se han consolidado como espacios de encuentro para comunidades musulmanas jóvenes, en contraposición a cadenas globales como Starbucks. Estos locales no solo ofrecen café árabe, sino también un espacio de socialización seguro, con códigos propios y un fuerte componente comunitario. Lo que ocurre allí no es un caso aislado: donde hay café árabe, hay un acto de preservación cultural y de resistencia frente a la estandarización global.
Los cafés de Medio Oriente nunca fueron neutrales. Ayer fueron temidos por sultanes y colonizadores porque en ellos se incubaban ideas de rebeldía; hoy siguen siendo espacios donde la cultura resiste al empuje de la globalización. Allí donde una taza de café se comparte, se sostienen debates, se transmiten tradiciones y se tejen identidades. En definitiva, los cafés son mucho más que lugares para beber: son trincheras simbólicas. Y en un mundo cada vez más uniforme, recordar que una mesa de café puede ser un espacio político es reconocer que la resistencia, a veces, empieza con un sorbo.
Que el conocimiento no se extinga.