Tras la caída de Napoleón en 1814, el Congreso de Viena reorganizó Europa y estableció la Confederación Germánica, una alianza débil de 39 Estados alemanes dominada por dos potencias: Austria y Prusia. Ambas competían por la hegemonía sobre los pueblos germanos, pero representaban proyectos distintos. Mientras Austria mantenía una estructura imperial conservadora, Prusia emergía como una potencia moderna, militarmente eficiente y con creciente influencia económica gracias a la unión aduanera del Zollverein.
En este escenario, la idea de una Alemania unificada comenzó a tomar fuerza. Para mediados del siglo XIX, apareció una figura clave que definió la unificación de los Estados alemanes, dándole una ventaja comparativa a Prusia frente a su principal rival.
En 1862, en un contexto de fuerte tensión entre la corona prusiana y el parlamento por el financiamiento y la organización del ejército “conocido como la cuestión militar”, Otto Von Bismarck fue designado canciller de Prusia por el rey Guillermo I.
Bismarck, se destacaba por su inteligencia estratégica, su pragmatismo político y su profunda lealtad a la monarquía. Conservador, autoritario y profundamente escéptico respecto a las ideas liberales de la época, concebía la política como un arte de equilibrio entre la fuerza y la oportunidad.
Su figura se destaca como un gran estratega a partir de varias hazañas que llevó adelante para unificar los territorios alemanes. Estas se plasmaron en tres conflictos, donde lo principal no fue el enfrentamiento físico mediante el poderoso ejército prusiano, sino las estratégicas alianzas que le aseguraron la victoria.
La guerra contra Dinamarca (1864)
La guerra contra Dinamarca en 1864 suele ser recordada como el primer paso bélico hacia la unificación alemana. Más allá del conflicto militar, lo esencial fue la forma en que Bismarck diseñó el escenario político previo, asegurando que Prusia no quedara aislada ni expuesta a una condena internacional.
El conflicto se originó en torno a los ducados de Schleswig y Holstein, territorios de población mayoritariamente alemana bajo dominio danés. Aprovechando la reforma constitucional impulsada por Dinamarca, que violaba acuerdos anteriores, Bismarck presentó la intervención como una defensa del orden legal en la Confederación Germánica.
Pero lo más significativo fue que Bismarck no actuó solo: logró que Austria, su principal rival dentro del mundo germano, participara en la ofensiva contra Dinamarca. Además, Bismarck supo leer el clima internacional: se aseguró de que Francia, Rusia y Reino Unido, potencias que habían participado en el Congreso de Viena, no intervinieran. La guerra fue breve y exitosa.
Otto Von Bismarck
La guerra austro-prusiana (1866)
Tras la victoria contra Dinamarca, Bismarck sabía que, tarde o temprano, debía enfrentar a Austria por el control del mundo germano. Pero no podía hacerlo sin antes aislarla diplomáticamente.
Para ello, negoció en secreto con Francia, prometiéndole concesiones territoriales a cambio de su neutralidad. Al mismo tiempo, garantizó la pasividad de Rusia, aprovechando la simpatía del zar tras el apoyo prusiano en la represión de los levantamientos polacos. E incluso firmó un acuerdo con Italia, que también deseaba territorios austríacos: a cambio de su apoyo militar, Prusia le prometió el control del Véneto.
Con Austria diplomáticamente sola y rodeada, Bismarck lanzó la ofensiva en 1866. Lo que derivó en una rápida victoria para Prusia, consolidando su supremacía en el ámbito germano.
La guerra franco-prusiana (1870)
Después de la guerra contra Austria, Bismarck sabía que el siguiente paso para completar la unificación era enfrentar a Francia, que veía con recelo el creciente poderío prusiano. También en esta ocasión se aseguró, mediante estrategias, la neutralidad de Gran Bretaña y de Rusia
Una vez que el canciller prusiano tenía asegurado el panorama internacional, buscó la forma de provocar a Francia para que esta comenzara el conflicto. La situación perfecta se dio a partir de la sucesión del trono español. Tras la abdicación de la reina Isabel II, se propuso como candidato un príncipe alemán, Leopoldo de Hohenzollern-Sigmaringen. Francia, temerosa de un cerco de poder alemán en Europa occidental, presionó para que Leopoldo retirara su candidatura.
El rey Guillermo I de Prusia prometió a Francia que no apoyaría la candidatura; sin embargo, cuando el embajador francés en Berlín exigió garantías formales, Guillermo envió un telegrama. Bismarck lo editó de forma astuta para que pareciera un insulto a Francia —lo que se conoció como el “Telegrama de Ems”— y lo hizo público.
La reacción francesa no se hizo esperar: Napoleón III interpretó la publicación como una afrenta directa y declaró la guerra a Prusia en julio de 1870.
Prusia movilizó rápidamente sus ejércitos, así terminó con la caída de París y la captura de Napoleón III, los cuales sellaron la derrota francesa.
El 18 de enero de 1871, en un gesto simbólico y desafiante, el rey Guillermo I fue proclamado emperador alemán en el Palacio de Versalles, símbolo por excelencia del poder francés, consolidando la unificación alemana.
Asimismo, al finalizar la guerra franco-prusiana se resolvía también, casi en paralelo, la unificación italiana. Francia, que durante años había protegido los intereses del Papa en Roma y mantenido tropas en los Estados Pontificios, se vio obligada a retirarlas ante la presión militar de la guerra contra Prusia. Sin esas tropas, el camino quedó despejado para que el Reino de Italia tomara finalmente la ciudad de Roma en 1870 y la declarara capital del país, consumando así la unificación italiana. Este proceso se ve concluido con la obtención del Véneto que fue cedido por Francia después de su derrota.
En menos de diez años, Bismarck había llevado a cabo tres guerras clave, maniobrado con precisión entre los imperios de Europa, y redibujando el mapa político del continente. Con la caída del Segundo Imperio Francés y el ascenso del Imperio Alemán, el eje del poder europeo giró violentamente. Si el siglo XIX había comenzado con la supremacía francesa y la sombra de Napoleón, ahora terminaba con una Alemania industrializada, unificada y lista para disputar la hegemonía continental.
Que el conocimiento no se extinga.