El 20 de julio de 1969, los astronautas estadounidenses Neil Armstrong y Buzz Aldrin fueron los primeros hombres en descender del módulo Lunar Eagle y pisar la Luna. El éxito de Apolo 11 no sólo fue un hito para Estados Unidos en su disputa contra la Unión Soviética, sino también un triunfo para la historia de la humanidad y la ciencia moderna.
Durante la Guerra Fría, Washington y Moscú se enfrentaron en diferentes dimensiones: ideológica, militar, económica, cultural y científica. En este último campo, la Unión Soviética comenzó a ganar terreno con el lanzamiento del Sputnik I en 1957 y la hazaña de Yuri Gagarín, el primer ser humano sobre el espacio, en 1961. Aunque Estados Unidos había creado la Administración Nacional de Aeronáutica y el Espacio, mejor conocida como NASA en 1958, fue con la llegada de John F. Kennedy a la presidencia que la carrera espacial se volvió una prioridad estratégica. La Luna se convirtió en el escenario de una nueva disputa por la hegemonía global. Kennedy, tenía un objetivo: llegar antes que los soviéticos.
Como parte de su estrategia para liderar la carrera espacial, Kennedy incrementó el presupuesto de la NASA un 89% en 1961, y un 101% al año siguiente. Además, duplicó su personal, pasando de 15.000 a 35.000 empleados. Mientras tanto, la Unión Soviética atravesaba conflictos internos, no había un líder ni un enfoque claro, lo que dificultaba trabajar hacia un objetivo común.
La carrera espacial era una demostración de poder: llegar primero a la Luna equivalía a ganar legitimidad ante el mundo. En un contexto de descolonización, los países emergentes observaban esta competencia como una referencia de potestad; asimismo, era una oportunidad para atraer aliados y reforzar bloques geopolíticos. Había una alta expectativa global, pero también un temor al fracaso. El éxito consolidaría la imagen de Estados Unidos, deteriorada por el fracaso de su política exterior en la guerra de Vietnam.
Aproximadamente 600 millones de personas televisaron el momento en el que Armstrong y Aldrin caminaron sobre la Luna y plantaron una bandera estadounidense en la superficie, transformándose en un símbolo de la diplomacia simbólica y fortaleciendo el poder nacional estadounidense. No obstante, también colocaron una placa con la inscripción ‘‘Vinimos en son de paz, en nombre de toda la humanidad’’, haciendo referencia no sólo a un país, sino a un mismo lugar: el planeta Tierra. A la mañana siguiente, la Casa Blanca recibió felicitaciones de líderes de todo el mundo.
La frase de Neil Armstrong ‘‘un pequeño paso para el hombre, un salto gigante para la humanidad’’ cobró sentido unos años después. Ante la creciente preocupación por el cambio climático y el calentamiento global, en los años setenta se creó el programa Landsat. El objetivo era captar los cambios ambientales a largo plazo en la Tierra, especialmente el de la atmósfera y su contaminación. En la década de los noventa, la NASA implementó una misión dedicada a la observación continua del planeta mediante una red de satélites.
En el plano internacional, tras años de competencia, Estados Unidos y la Unión Soviética comenzaron a cooperar en el espacio. En 1975 lanzaron la misión conjunta Apolo-Soyuz que permitió el acoplamiento de ambas cápsulas y un encuentro en el espacio entre astronautas de ambos países. Tras la disolución de la URSS en 1991, la colaboración entre Estados Unidos y Rusia siguió en la construcción de la Estación Espacial Internacional. A pesar de los avances, Estados Unidos sigue siendo el único país que logró que sus astronautas realicen con éxito el alunizaje y pisen su superficie.
Más de medio siglo después, la Luna vuelve al centro de la agenda global. Misiones como Artemis, la creciente presencia de China y la aparición de actores privados impulsan una nueva carrera espacial, ya no sólo por prestigio político, sino por el control estratégico y económico de los recursos extraterrestres.
Que el conocimiento no se extinga.